Desde el momento de nuestro nacimiento, cada uno de nosotros lleva consigo una carga genética única, un legado que nos conecta con nuestros padres de una manera íntima y profunda. Es un hecho científico que la mitad de nuestra carga genética proviene de nuestro padre, y la otra mitad de nuestra madre, formando así un total de 46 cromosomas. En estos cromosomas residen nuestros genes, los cuales determinan una amplia variedad de características, desde el color de nuestra piel y cabello hasta nuestra estatura y predisposición a ciertas enfermedades. En esencia, toda la información que nos define como individuos está codificada en nuestros genes.
Los genes se dividen en dos categorías principales: dominantes y recesivos. Los genes dominantes son aquellos que se expresan directamente en nuestras características físicas, mientras que los recesivos permanecen latentes hasta que encuentran la oportunidad de manifestarse en la siguiente generación. Esta analogía genética encuentra un paralelo sorprendente en nuestra vida espiritual.
Al igual que heredamos nuestro ADN biológico de nuestros padres, también heredamos una parte de la esencia divina al reconocer a Jesús como nuestro Señor y Salvador. En este acto de fe, nace una nueva criatura en nosotros, una síntesis de lo humano y lo divino. Nos convertimos en hijos de Dios, portadores de Su imagen y herederos de Su amor incondicional.
Desde los albores de la humanidad, Dios ha tenido un amor especial por Su creación, especialmente por la familia. Cuando creó al primer hombre y mujer, Adán y Eva, les encomendó una misión trascendental: ser fructíferos, multiplicarse y poblar la tierra con una descendencia que reflejara Su imagen y Su voluntad.
"Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra." (Génesis 1:27-28, NTV)
Esta misión divina nos desafía a vivir de acuerdo con los principios y valores de nuestro Creador, a ser representantes suyos en la tierra. Es un recordatorio de nuestra identidad y propósito como hijos de Dios, y conlleva tanto privilegios como responsabilidades.
Es un privilegio pertenecer a la familia de Dios, de llevar Su ADN en nuestro ser y de ser coherentes con nuestra herencia espiritual. Pero también es una responsabilidad que no debemos tomar a la ligera. Como hijos de Dios, estamos llamados a vivir de acuerdo con Su voluntad, a reflejar Su amor y gracia en todo lo que hacemos.
Escrito por Víctor Preza basado en la prédica del día 20/04/2024
Comments